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La irreverencia de Margot Benacerraf

Un metro cincuenta y cuatro centímetros. Esa es la estatura exacta de Margot Benacerraf. Pasadas las 3:00 de la tarde, entra en su oficina en Caracas y se detiene un momento en el marco de la puerta para saludar. Está parada al lado de un cuadro colgado en la sala de recepción, una imagen que la reproduce a mayor tamaño, en blanco y negro, su ojo derecho pegado al visor de una cámara, su mano izquierda apoyada en el trípode, un fondo agreste desenfocado a su espalda. Margot Benacerraf se multiplica en presencia ante los ojos de cualquiera, es más grande que su metro cincuenta y cuatro de estatura, porque imprime la seguridad de una mujer que sabe lo que quiere. Al ver la cámara, pregunta. “¿Dónde me siento?” “¿Hasta dónde llega el encuadre?” “¿Se escucha bien?” El imponente Ávila asoma y traspasa las grandes ventanas de su oficina, de la Fundación Audiovisual Margot Benacerraf, mientras ella escruta con la mirada en busca de otros ángulos. “Pensé que íbamos

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